martes, 24 de junio de 2008

III

Llegué al aeropuerto en cuestión de 40 minutos debido al omnipresente tráfico de la capital. Le pagué al taxista y me alejé sin esperar para el cambio. Entré en la terminal y me pareció como entrar en un mundo aparte. Todo se dividía en dos grupos, los que corrían, miraban su reloj, sus móviles, portátiles… Parecían robots, máquinas que sólo atendían a sus trabajos, su dinero, sus inversiones en bolsa y sus posesiones más preciadas. Por otra parte estaban los que esperaban ansiosos la llegada de alguien, los que se abrazaban en el reencuentro, los que lloraban al ver que esa persona especial se marchaba durante mucho tiempo… Esto era lo más parecido al mundo de los humanos, sentimientos a flor de piel y todo con un toque romántico que parecía sólo estar en los libros.

Y en medio de todo ese alboroto estaba yo. Una mujer joven de 35 años, casada pero sin hijos, con un buen trabajo y un marido que me quería, o eso creía que significaba el “hasta que la muerte os separe” de las películas. Tenía lo que todos en ambos mundos, el de los autómatas y el de los humanos, querían tener. Tenía ese éxito vacío y ese romanticismo que también hace falta para ser feliz, como dirían muchos. Allí estaba yo, plantada, sin saber que hacer y con lo puesto. Me paré unos segundos más para observar lo que ocurría a mí alrededor y poco después me dirigí al mostrador más cercano. En el había una chica mascando chicle de una manera irritante y las palabras comenzaron a salir de su boca de la misma forma.

- Siguiente. ¿Quién es el siguiente?—siguió expulsando palabras con su infernal tono de voz—El siguiente por favor, no podemos estar aquí todo el día.

- Yo, yo soy la siguiente—dije para que callara durante un momento.

- ¿Cuál es su destino?—me preguntó. En realidad, yo no sabía cuál era y entonces tuve que detenerme a pensar dónde quería ir. El por qué lo dejaría para más adelante.—Repito, ¿cuál es su destino? Por favor, dese prisa, si no es mucha molestia.

Mi primer impulso me llevó a pensar en Sitges, dónde todavía vivían mis padres y tenían una casita muy cerca de la playa. Allí podría descansar, pensar y reflexionar sobre lo que quisiera. Pero aunque esa era una buena opción, rasqué el fondo del bolsillo de mi abrigo y encontré una tarjeta. La tarjeta había salido de la libreta azul que antes me había encontrado y no podía saber a quien pertenecía. En ella sólo había escrito en letra cursiva München junto a un extraño número de teléfono. ¿Munich? Nunca había estado en Alemanía, ni tampoco conocía nada ni nadie que me pudiera relacionar con aquel lugar. De todas formas decidí ir ya que no disponía del tiempo necesario para pensar en eso, ya lo haría cuando llegara a la cuidad.

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